Edición bilingüe, muy cuidada, de casi doscientos poemas de la poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), cuya obra completa no se publicó hasta 1955.

La preparación del volumen ha corrido a cargo de Lorenzo Oliván, poeta y traductor, que sintetiza en unos párrafos iniciales las claves de la selección: ha llevado a cabo una traducción no literal que trata de preservar el sentido original de los poemas, y, en cuanto a la temática, ha eludido los temas más convencionalmente poéticos y los religiosos, para ceñirse más a los que evocan la personalidad misteriosa y de voluntario aislamiento de Dickinson. Este libro, amplio pero breve respecto a los casi dos mil poemas que escribió la autora, supone una buena introducción a su obra, que goza de un fuerte talante de modernidad y de un entramado de imágenes y metáforas de aparente facilidad y de muy agradable lectura. Están presentes sus temas más frecuentes: el amor, la amistad, la naturaleza, lo cotidiano, etc. Oliván ha prescindido de las anomalías gráficas que Dickinson experimentó repetidamente.

 

Nada menos que 1775. Ése es el número de poemas que nos dejó Emily Dickinson (1830-1886), de los que sólo vio publicados ocho. Pasó toda su vida en Amherst, Nueva Inglaterra, en el hogar de sus padres, apenas hizo cuatro o cinco viajes fugaces a ciudades cercanas como Washington, Boston o Filadelfia, y sus amores casi cuesta llamarlos así. En un hermoso pasaje justificaba su existencia en soledad: “Un alma con un Húesped / raro es que marche fuera, / pues la divinia multitud en casa / anula tal deseo”. Así que sin necesidad de traspasar siquiera el umbral de su mente, recorrió las más extrañas latitudes, dialogó con seres de sombra y luz, y volvió ilimitado lo real al convertir las cosas más sencillas y cotidianas en símbolos inagotables.

Su grandeza está en haberle sabido dar un rostro al misterio que ella veía en la naturaleza y en su propia alma, en haber practicado un poesía metafísica que no se pierde en abstrusas entelequias, sino que resulta cercana, sensorial, llena de fulgurantes intuiciones. Quizás por eso, de la lectura de sus poemas se sale como de una ardiente bruma, de una inquietante niebla que, a un mismo tiempo, oculta y revela lo que envuelve.

LA SOLEDAD SONORA de Emily Dickinson

LA SOLEDAD SONORA de Emily Dickinson
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Edición bilingüe, muy cuidada, de casi doscientos poemas de la poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), cuya obra completa no se publicó hasta 1955.

La preparación del volumen ha corrido a cargo de Lorenzo Oliván, poeta y traductor, que sintetiza en unos párrafos iniciales las claves de la selección: ha llevado a cabo una traducción no literal que trata de preservar el sentido original de los poemas, y, en cuanto a la temática, ha eludido los temas más convencionalmente poéticos y los religiosos, para ceñirse más a los que evocan la personalidad misteriosa y de voluntario aislamiento de Dickinson. Este libro, amplio pero breve respecto a los casi dos mil poemas que escribió la autora, supone una buena introducción a su obra, que goza de un fuerte talante de modernidad y de un entramado de imágenes y metáforas de aparente facilidad y de muy agradable lectura. Están presentes sus temas más frecuentes: el amor, la amistad, la naturaleza, lo cotidiano, etc. Oliván ha prescindido de las anomalías gráficas que Dickinson experimentó repetidamente.

 

Nada menos que 1775. Ése es el número de poemas que nos dejó Emily Dickinson (1830-1886), de los que sólo vio publicados ocho. Pasó toda su vida en Amherst, Nueva Inglaterra, en el hogar de sus padres, apenas hizo cuatro o cinco viajes fugaces a ciudades cercanas como Washington, Boston o Filadelfia, y sus amores casi cuesta llamarlos así. En un hermoso pasaje justificaba su existencia en soledad: “Un alma con un Húesped / raro es que marche fuera, / pues la divinia multitud en casa / anula tal deseo”. Así que sin necesidad de traspasar siquiera el umbral de su mente, recorrió las más extrañas latitudes, dialogó con seres de sombra y luz, y volvió ilimitado lo real al convertir las cosas más sencillas y cotidianas en símbolos inagotables.

Su grandeza está en haberle sabido dar un rostro al misterio que ella veía en la naturaleza y en su propia alma, en haber practicado un poesía metafísica que no se pierde en abstrusas entelequias, sino que resulta cercana, sensorial, llena de fulgurantes intuiciones. Quizás por eso, de la lectura de sus poemas se sale como de una ardiente bruma, de una inquietante niebla que, a un mismo tiempo, oculta y revela lo que envuelve.